lunes, 12 de abril de 2010
Te cuento un cuento (II)
Quizás hayan leído sobre la muerte de veintipico de mineros en EE UU.La semana pasada fueron un montonaso en una mina China. Y como soy minero, y como estuve en un derrumbe y ví los resultados de varios otros, una vez escribí este cuento.
Punto de encuentro
Hubo dos vidas diferentes, yo diría antagónicas, que se encontraron durante un instante. Un instante tremendo, irreversible, culminante. Probablemente haya montones de casos como este. Sencillamente este lo conocí, forma parte de mis vivencias y por eso lo cuento.
Daniel Herrera era ingeniero de minas. Joven, hacía en Mina Pirquitas sus primeras armas. No con los temores e inseguridades que suelen verse en esos casos, porque era un hombre absolutamente seguro de sí mismo, uno de esos tipos que suelen llegar a posiciones encumbradas.
Traía de su crianza en San Juan, en una familia de comerciantes acomodados, un sistema de valores y creencias que asignaba gran importancia al linaje, a la cuna, a la raza en la valoración de las personas.
Y esto también es típico de los tipos que suelen llegar a posiciones encumbradas. También de otros muchos que no llegan a ninguna parte, pero bueno, él era así y por eso lo menciono.
Ascención Puca era perforista. Nacido y criado en la zona, no había terminado la escuela primaria y también tenía un sólido sistema de creencias y valores, pero no era precisamente de los que otorgan cierto lustre social a las personas, e incluso dada la escasa educación de Puca, el ignoraba que lo tenía. Para él sencillamente las cosas eran como eran, como los viejos las contaban y juzgaban, y chau picho.
Ascensión se llamaba así porque nació en el día que recuerda la ascensión de la virgen el calendario, lo cual forma parte del sistema de valores de su comunidad. Entre los coyas no hay, como entre la población urbana, esa extraña costumbre de usar los nombres por moda, con la consecuencia de que generaciones enteras se llamen Vanesa o Juan Manuel y en la siguiente esos mismos nombres suenen a “mersa”.
Daniel Herrera no amaba su trabajo. El contacto con los operarios lo molestaba, eran seres toscos, sucios, de lenguaje elemental y solían reírse de cosas que a Herrera le parecían imbecilidades. Y por supuesto rehuían el trabajo de mil maneras, lo que resultaba ser lo peor porque interfería los logros personales del ingeniero Herrera, que eran su pasaporte al éxito y al progreso en su posición profesional.
A Ascensión tampoco le gustaba su trabajo. El ruido de la perforadora neumática le taladraba los oídos pese a los protectores auditivos y el agua que se inyecta en el taladro para limpiar los detritus lo mantenía todo el turno bañado por una lluvia de barro que le congelaba la cara y las manos, mientras el cuerpo transpiraba sin piedad dentro del equipo impermeable.
El aire era casi irrespirable, cargado de niebla producida por el aceite de lubricación de la máquina, y los brazos y piernas le dolìan por el esfuerzo.
Así que ese día, como muchas otras veces, Ascensión detuvo la perforadora, se sentó sobre una pila de mineral y comenzó a rearmar su acullico, el bollo de hojas de coca que mascan todos los mineros del norte y es su principal vicio y quizas la máxima satisfacción de sus vidas.
A su alrededor todo era oscuridad, apenas horadada por el haz de luz de su lámpara eléctrica. El sitio era casi religioso, con exóticos aromas de madera húmeda, piedra (sí, créase o no la piedra tiene olores) y un monótono golpeteo del agua que filtra por las rocas y que el eco de las galerías desiertas magnifica y vuele misterioso.
En su oficina Daniel Herrera terminó su café, se caló el casco y tomando los guantes salió decidido al exterior, hacia la jaula (ascensor) que lo llevaría doscientos metros hacia abajo.
Por primera vez controlaría el avance de la galería número veinte, que de acuerdo a los partes diarios progresaba poco. A partir de ese día sería su responsabilidad y el ya tenía su opinión formada: Había que poner en vereda al vago que preparaba el frente.
Una vez en el nivel caminó a paso rápido chapoteando el agua de las filtraciones que cubría el piso y al poco rato vió a lo lejos una claridad amarillenta y temblequeante; allá estaba el frente, y la perforadora estaba detenida. ¡Ya lo decía él!
Ascensión Puca escuchó el ruido de pasos a lo lejos y se levantó prestamente. Puede que fuera el ayudante que llegaba con los explosivos para cargar el frente, pero era mejor asegurarse; dió aire a la perforadora, abrió el agua y puso su mejor cara de “hombre ensimismado en su trabajo”.
Herrera llegó junto al hombre en el frente y lo tocó en el hombro, listo para recriminarlo.
Entonces Puca comenzó a girar ensayando su mejor cara de sorprendido.
En ese preciso instante la galería se derrumbó con un fragor espantoso que se multiplicó por las oquedades derramando el estruendo por los pasadizos en tinieblas, mientras un polvo denso y oloroso, con olor a piedra rota y a madera húmeda, envolvió las máquinas, envolvió los intersticios entre la piedra derrumbada, envolvió, en suma, la muerte recién estrenada de Daniel Herrera y Ascensión Puca, en el punto de encuentro de esas dos vidas tan diferentes y de esas dos muertes tan iguales.
68 y contando
Punto de encuentro
Hubo dos vidas diferentes, yo diría antagónicas, que se encontraron durante un instante. Un instante tremendo, irreversible, culminante. Probablemente haya montones de casos como este. Sencillamente este lo conocí, forma parte de mis vivencias y por eso lo cuento.
Daniel Herrera era ingeniero de minas. Joven, hacía en Mina Pirquitas sus primeras armas. No con los temores e inseguridades que suelen verse en esos casos, porque era un hombre absolutamente seguro de sí mismo, uno de esos tipos que suelen llegar a posiciones encumbradas.
Traía de su crianza en San Juan, en una familia de comerciantes acomodados, un sistema de valores y creencias que asignaba gran importancia al linaje, a la cuna, a la raza en la valoración de las personas.
Y esto también es típico de los tipos que suelen llegar a posiciones encumbradas. También de otros muchos que no llegan a ninguna parte, pero bueno, él era así y por eso lo menciono.
Ascención Puca era perforista. Nacido y criado en la zona, no había terminado la escuela primaria y también tenía un sólido sistema de creencias y valores, pero no era precisamente de los que otorgan cierto lustre social a las personas, e incluso dada la escasa educación de Puca, el ignoraba que lo tenía. Para él sencillamente las cosas eran como eran, como los viejos las contaban y juzgaban, y chau picho.
Ascensión se llamaba así porque nació en el día que recuerda la ascensión de la virgen el calendario, lo cual forma parte del sistema de valores de su comunidad. Entre los coyas no hay, como entre la población urbana, esa extraña costumbre de usar los nombres por moda, con la consecuencia de que generaciones enteras se llamen Vanesa o Juan Manuel y en la siguiente esos mismos nombres suenen a “mersa”.
Daniel Herrera no amaba su trabajo. El contacto con los operarios lo molestaba, eran seres toscos, sucios, de lenguaje elemental y solían reírse de cosas que a Herrera le parecían imbecilidades. Y por supuesto rehuían el trabajo de mil maneras, lo que resultaba ser lo peor porque interfería los logros personales del ingeniero Herrera, que eran su pasaporte al éxito y al progreso en su posición profesional.
A Ascensión tampoco le gustaba su trabajo. El ruido de la perforadora neumática le taladraba los oídos pese a los protectores auditivos y el agua que se inyecta en el taladro para limpiar los detritus lo mantenía todo el turno bañado por una lluvia de barro que le congelaba la cara y las manos, mientras el cuerpo transpiraba sin piedad dentro del equipo impermeable.
El aire era casi irrespirable, cargado de niebla producida por el aceite de lubricación de la máquina, y los brazos y piernas le dolìan por el esfuerzo.
Así que ese día, como muchas otras veces, Ascensión detuvo la perforadora, se sentó sobre una pila de mineral y comenzó a rearmar su acullico, el bollo de hojas de coca que mascan todos los mineros del norte y es su principal vicio y quizas la máxima satisfacción de sus vidas.
A su alrededor todo era oscuridad, apenas horadada por el haz de luz de su lámpara eléctrica. El sitio era casi religioso, con exóticos aromas de madera húmeda, piedra (sí, créase o no la piedra tiene olores) y un monótono golpeteo del agua que filtra por las rocas y que el eco de las galerías desiertas magnifica y vuele misterioso.
En su oficina Daniel Herrera terminó su café, se caló el casco y tomando los guantes salió decidido al exterior, hacia la jaula (ascensor) que lo llevaría doscientos metros hacia abajo.
Por primera vez controlaría el avance de la galería número veinte, que de acuerdo a los partes diarios progresaba poco. A partir de ese día sería su responsabilidad y el ya tenía su opinión formada: Había que poner en vereda al vago que preparaba el frente.
Una vez en el nivel caminó a paso rápido chapoteando el agua de las filtraciones que cubría el piso y al poco rato vió a lo lejos una claridad amarillenta y temblequeante; allá estaba el frente, y la perforadora estaba detenida. ¡Ya lo decía él!
Ascensión Puca escuchó el ruido de pasos a lo lejos y se levantó prestamente. Puede que fuera el ayudante que llegaba con los explosivos para cargar el frente, pero era mejor asegurarse; dió aire a la perforadora, abrió el agua y puso su mejor cara de “hombre ensimismado en su trabajo”.
Herrera llegó junto al hombre en el frente y lo tocó en el hombro, listo para recriminarlo.
Entonces Puca comenzó a girar ensayando su mejor cara de sorprendido.
En ese preciso instante la galería se derrumbó con un fragor espantoso que se multiplicó por las oquedades derramando el estruendo por los pasadizos en tinieblas, mientras un polvo denso y oloroso, con olor a piedra rota y a madera húmeda, envolvió las máquinas, envolvió los intersticios entre la piedra derrumbada, envolvió, en suma, la muerte recién estrenada de Daniel Herrera y Ascensión Puca, en el punto de encuentro de esas dos vidas tan diferentes y de esas dos muertes tan iguales.
68 y contando
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